El Great Limpopo Transfrontier Park (GLTP): la expansión encubierta del Kruger National Park (KNP) en Mozambique y el problema de la tierra

 

Albert Farré
Departamento de Antropología (PPGAS), Universidad de Brasilia

Esta es una historia triste. De ella, como de tantas otras historias tristes, se pueden sacar algunas conclusiones. En el fondo, se trata de un ejemplo más de cómo determinadas políticas que se presentan como incluyentes y beneficiosas para un ámplio número de actores, al final no resultan ser tan incluyentes, y acaban beneficiando a un número más bien reducido de actores, generalmente a costa de otros que, finalmente, se sienten frustados por las expectativas que les habían contagiado.

El ejemplo que nos proponemos explicar tiene especial interés porque se encuentra en uno de los lugares del  mundo que, pocas décadas atrás, despertó grandes expectativas a escala mundial: la Suráfrica post-apartheid, especialmente en la versión imaginada através de Nelson Mandela, gracias a la profunda entereza y humanidad que su persona transmitía.

Algunos de los retos más importantes del nuevo Gobierno surafricano tras las elecciones de 1994 eran, y continúan siendo, el problema de la propiedad de la tierra (Borges 2011); y el problema de la integración a la plena ciudadanía de la población negra, que hasta entonces se encontraba excluída de la participación política y, en general, de la riqueza producida por la economía surafricana.

Es generalmente aceptado que ambos retos estaban relacionados, en la  medida que la integración socio-económica implicaba alguna forma de redistribución de tierra. Ahora bien, el asunto era y continúa siendo complejo y, según la percepción de muchos surafricanos, el problema de la tierra es uno de los retos que el Gobierno no ha abordado con la decisión que se merecía (Borges 2011).

Aunque no lo abordemos directamente, el tema de este artículo está íntimamente relacionado con el problema de la tierra en Suráfrica, y mostrar esta relación es uno de los objetivos de este artículo. En Suráfrica, los parques nacionales ocupan un parte importante de la tierra, y representan un sector  importante de la economía. Además, las políticas surafricanas de conservación de la naturaleza están esctrechamente vinculadas a la iniciativa privada. En Suráfrica existe una cierta idea de la naturaleza, que podría resumirse en paisaje más fauna, que no sólo es un patrimonio natural a conservar, sino también un negocio en expansión.

Esta característica empresarial del conservacionismo surafricano le da una perspectiva particular. Un sector importante del empresariado surafricano de la conservación argumenta que la naturaleza se conserva porque es negocio, ya que si no fuera negocio no habría incentivos para conservarla (Rademeyer 2012).  De hecho, este argumento se puede llevar más allá, afirmando que en Suráfrica la naturaleza, entendida como paisaje más fauna, no sólo se conserva sino que se “produce”, es decir, se  promociona su expansión (en tierras) y su reproducción (de fauna) (ver el artículo de Brockington en este número de Nova Africa). Este punto de vista contrasta con el conservacionismo en otros lugares del planeta, por ejemplo en Europa, donde la sensibilidad conservacionista asume como punto de partida que la naturaleza debe ser protegida precisamente del mundo de los negocios,  que estaría, por definición, dispuesto a sacrificarla.

Una posible explicación de esta diferencia, aunque no la única, puede ser que fuera de Suráfrica la sensibilidad conservacionista está incluída –o al menos relacionada– con un movimiento ecologista más amplio, con un énfasis mayor en el medio ambiente, entendido como las interacciones del ser humano con la naturaleza, las fuentes de energía renovables y la sostenibilidad de los modelos económicos a escala planetaria1. Por el contrario, en Suráfrica, el modelo sobre el que se funda la conservación es anterior a la problemática del mundo industrial, y está orientado a una naturaleza más primigenia: la naturaleza que, supuestamente, se habría conservado intocada por el ser humano, y que debe conservarse tal como está, prístina (Wolmer 2003). Para que esta naturaleza pueda continuar siendo virgen requiere que la mantengan aislada, tanto del hábitat humano como de cualquier tipo de actividad agropecuaria. Debe mantenerse inaccesible a actividades  que vayan más allá de la mera contemplación de su pureza.  Es lo que se ha dado en llamar el "modelo fortaleza de conservación" (Brockington 2002 ).

No estamos desvelando ningún misterio cuando afirmamos que esta proyección de la  naturaleza como algo a proteger del ser humano es un modelo más de uso de la tierra. Un modelo que va contra los intereses de la población rural, y a favor de aquella población urbana que goza de un nivel adquisitivo suficiente para desplazarse a admirar la naturaleza en estado puro, y disfrutar de las actividades asociadas a ella. Es innegable que el planteamiento tiene su atractivo para muchos sectores de población, y Suráfrica ha conseguido un éxito notable en atraer turistas del mundo entero para contemplar su naturaleza, y también cazadores para cazar en ella.

Además, se da el caso que, a lo largo del siglo XX, este modelo de conservación de la naturaleza se impuso por la fuerza un poco por todo el continente africano, y en Suráfrica especialmente. Así, aunque se pretenda lo contrario, y aunque la densidad de población fuera poca, lo cierto es que en el pasado hubo gente habitando allí donde hoy es un Parque Nacional. Esta población fue simplemente desalojada y reasentada sin compensaciones (Harris 1987). Se consideraba que la población era simplemente ignorante del valor intrínseco de aquel espacio natural (Moore et al. 2003).

Como en cualquier contexto colonial africano, la exclusión económica y racial iban de la mano con un profundo menosprecio cultural hacia la población rural. Pero la república surafricana, munida con un Estado que cada vez contaba con más medios, llevó estos  preceptos  más lejos, aplicándolos de foma más sistemática, si cabe, que en otros contextos coloniales. Así, la política de beneficiar a la nauraleza  –y a los que hacían negocio con su conservación– a costa de la población rural fue una de  las opciones más antiguas y constantes del Estado surafricano unificado. El KNP fue establecido en 1903, justo  después de acabada la guerra anglo-boer y mucho antes del establecimiento del apartheid en 1948. Además, en líneas generales, el modelo de conservación de la naturaleza surafricano es una de los elementos que más enorgullecen, junto con el  rugby, al colectivo de surafricanos blancos –a pesar de la diversidad de este colectivo– (Ellis 1992, Rodgers 2009). En parte, este orgullo procede  del éxito económico del que puede presumir.  Ahora bien, este modelo ha basado su éxito en la exclusión de la población de cada vez más territorio surafricano: excluida tanto de la  tierra usada para “crear” naturaleza, como de los  beneficios que de ella se derivaban.

Por todo ello, era previsible que uno de los puntos a revisar por el Gobierno del periodo post-apartheid fuera la privilegiada política de tierras de que había gozado el lobby conservacionista en Suráfrica. Sin embargo, transcurridos veinte años desde la llegada de Mandela al poder, nos encontramos con que el modelo conservacionista surafricano no sólo  ha conseguido  sobrevivir con sus parcelas de tierra íntegras, sino que además se ha extendido hacia los países vecinos. ¿Cómo lo han hecho?

Propongo que hay tres conceptos clave que han conseguido presentar el modelo conservacionista surafricano con una cara nueva. Estos tres conceptos vienen arropados con sus corespondientes siglas en inglés: TFCA (Transfrontier Conservation Area), CBNRM (Community Based Natural Resouces Management) y PP (Peace Parks). Cada uno de ellos apela a un horizonte de expectativas distinto, pero los tres gozan de muy buena prensa en la sociedad global: la conservación de la biodiversidad, la participación comunitaria de la población rural y, finalmente, la integración regional como ejemplo no sólo de buena vecindad, sino también creadora de sinergias entre lo  político y lo económico.

Mi argumento principal es que estos tres conceptos no han cambiado la esencia del modelo de conservación de la naturaleza que se ha ido afianzando en Suráfrica desde hace ya más de un siglo. En aras de la concreción, nos centraremos en el caso del Great Limpopo Transfrontier Park (GLTP), inaugurado oficialmente en 2001 y compuesto por el Kruger National Park (KNP) más su contraparte mozambiqueña, el Parque Nacional del Limpopo. El GLTP  es un claro ejemplo de cómo, en un momento político extremamente delicado, y donde la tierra estaba en la lista de los temas prioritarios, el lobby suraficano de la conservación consiguió no sólo mantener el control sobre las amplias parcelas de tierrra que tenían, sino también extenderse allende las fronteras surafricanas, en el caso particular del GLTP hacia Mozambique.

Un átomo para la paz

El modelo surafricano de conservación puede  describirse cómo sí de un átomo se trarara: estaría formado por un núcleo y varios electrones a su alrededor. El núcleo sería el Parque Nacional, de titularidad estrictamente estatal y definido como una fortaleza ante las amenazas de la población rural, cuya presencia le quitaría el glamour de lo auténticamente salvaje. Girando alrededor de este núcleo estarían los electrones: una serie de complementos más dinámicos, y que compensan la rigidez de lo estatal. Este sería el espacio destinado a la iniciativa privada, que refuerza y a la vez saca partido del emprendimiento estatal, en la tradición del public-private partnership. Alrededor del núcleo giraban generalmente dos electrones: los varios alojamientos turísticos, orientados a diferentes tipos de cliente, y las reservas privadas de caza que, además, pueden también dedicarse a promover la reproducción aquellos animales con más demanda de caza (Rademeyer 2012). El conjunto del átomo hacía posible en Suráfrica algo poco común y de innegable mérito: que se pudieran cazar especies protegidas y, a la vez, que estas mismas especies, consideradas en riesgo de extinción cuando contempladas a escala mundial, gozaran de unos números crecientes en Suráfrica.

Este éxito con la conservación de los animales salvajes más famosos y protegidos  –los llamados big five– fue motivo de prestigio para Suráfrica hasta la década de los ochenta. A  finales  de  los ochenta, el régimen del apartheid y todo lo que se le asociaba había llegado a un tal nivel de desprestigio que este éxito dejó de ser suficiente para atraer más turismo. Hacía falta un cambio de  imagen radical del modelo de conservación de la naturaleza. Sin embargo, el reto estaba en que este cambio de imagen no podía poner en peligro el modelo de negocio en sí, al que todavía se le pronosticaba un espacio de crecimiento importante.

De hecho, algunos intuyeron que la euforia desencadenada por la victoria de Mandela en las elecciones de 1994, ofrecía un marco inmejorable para  presentar la conservación de la naturaleza como una oportunidad más para construir la nueva Suráfrica: el país renovado que emergería gracias a los efectos combinados de la reconciliación, del desarrollo y de la democracia (Büscher 2010, Mabunda 2012, Mulaudzi 2009, Sampson 1987). A una nueva imagen más adecuada con la nueva etapa política que se abría en el país, habría que añadirle también elementos que resultaran atractivos para la opinión pública global y que, además, contribuyeran a atraer inversión externa. En este intento, hay que reconocerle a Anton Rupert –gran empresario del tabaco,muy bien relacionado internacionalmente, y en particular con la World Wildlife Fund (WWF) – (Sampson 1987),  el mérito  de haber lanzado la Peace Parks Foundation (PPF) (Ellis 1992, Wolmer 2003) y, a través de ella, de haber sabido crear un relato para ganarse el apoyo del nuevo Gobierno post-apartheid (Büscher 2010). Desde su fundación a inicios de los años 1990, la PPF se ha encargado de convertir la vetusta, controvertida y en cierto modo antipática imagen del  KNP, en algo aparentemente diferente e innovador, atractivo y, además, ampliado: el  Great Limpopo Transfrontier Park. Todo ello conservando, como veremos, la esencia de modelo surafricano. Para conseguir tal ejercicio de marketing, la PPF introdujo importantes variantes de discurso, tanto en el núcleo como en los electrones.

Biodiversidad, participación comunitaria y solidaridad regional

Por un lado, el núcleo dejó de presentarse como estrictamente estatal para pasar a ser transfronterizo. La razón de este cambio era diáfana: la naturaleza no entiende de fronteras políticas. Los estados han de entender –explicaban los especialista de la PPF– que los ecosistemas no se rigen por las fronteras humanas. Según esta perspectiva, la mejor forma de preservar la biodiversidad sería promoviendo las áreas de conservación transfronterizas (TFCA) cuyos límites coincidirían con los de los ecosistemas. Además, las TFCA facilitaban la posibilidad de que otros electrones se añadieran a la órbita de un núcleo desde el otro lado de una frontera política, aprovechando la inercia de un ecosistema común.

Pero las potenciales ventajas de la TFCA no se acababan en el mero acomodarse a los ecosistemas para mejor aprovechar su potencial. En el proceso de establecer las TFCA, los estados podían encontrar el espacio para desarrollar otros intereses comunes en áreas diferentes a las de la conservación de la naturaleza, como, por ejemplo, migración, comercio o seguridad. En suma, gracias a las TFCA, los estados involucrados podían mejorar sus relaciones de vecindad. Esta posibilidad era especialmente relevante en África austral, donde el Estado más potente, Suráfrica,  necesitaba con urgencia encontrar un encaje regional que lo alejara del violento papel ejercido durante el apartheid, papel que se fue intensificando después de las independencias de Angola y Mozambique (1975) y Zimbabue (1980) (Mulaudzi 2009). No en vano, el KNP, que comparte centenares de kilómetros de frontera con Mozambique, fue uno de los puntos más calientes de las intervenciones regionales del apartheid (Ellis 1992, Rodgers 2008). Dadas estas tristes circusntancias, las TFCA podían ayudar a curar las heridas del pasado construyendo puentes de naturaleza entre antiguos enemigos.

Por otro lado, había que introducir cambios también a escala más local, considerando la existencia de actores que hasta la  fecha no se habían tenido en cuenta. Había que incluir a otro tipo de electrón, que se sumaría a los ya existentes. En adelante, pues, al lado de los diversos tipos de alojamientos turísticos y de las reservas privadas de caza, también habrían tierras comunitarias, donde las comunidades rurales gestionarían los recursos naturales que les correspondían (CBNRM). Así, las comunidades rurales pasaron de la exclusión, a ser considerados un emprendedor más con derecho a un territorio propio, formalmente delimitado, alrededor de un Parque Nacional. Un emprendedor más al que se invitaba a entrar en parcería u asociación (partnership) con otros emprendedores, principalmente con aquellos interesados en invertir en su territorrio. Este emprendimiento conjunto suponía que las comunidades habían de recibir una parte de los beneficios generados a partir de sus recursos naturales, así como una parte de los empleos creados (Silva & Khatiwada 2014).

Por su parte, al Estado le correspondería gestionar los parques nacionales y promover su potencial turístico, crear el ambiente propicio para la concreción de acuerdos entre emprendedores privados y comunitarios y, en última instancia, garantizar el cumplimiento de los contratos firmados por libre voluntad de los diferentes emprendedores.

Por aquel entonces, corrían los años 1990, este tipo de  inclusión de las comunidades se consideraba muy atractivo, pues iba en concordancia con el auge de la participación comunitaria, y especialmente con el de la gestión comunitaria de recursos naturales (CBNRM), refrendada en la Declaración de Manila2 de 1990 (Ribeiro 2000). Sin embargo, lo que se ha venido demostrando con cierta regularidad es que, salvo honrosas excepciones, considerar a las comunidades como si fueran un emprendedor más, –o como si pudieran pensar y actuar en conjunto de forma equiparable a como lo hace una empresa en un contexto de mercado capitalista–, está lejos de la realidad. Las comunidades rurales no se constituyeron para ser una empresa, y es injusto esperar de ellas que actúen como si lo fueran. Asumir que el ser humano es emprendedor por naturaleza, y que la propensíon al trueque es, como afirmaba Adam Smith, tan innato como respirar, un error común que ya ha sido muy comentado (Graeber 2011).

En general, las comunidades rurales, como  cualquier comunidad política, son diversas, albergan intereses en conflicto y están unidas por lazos (parentesco, vecindad) que son ajenos a la estrategia empresarial. Además, una empresa tiene unos dueños, unos  objetivos  y una estructura de gestión bien delimitados. Por el contrario, una comunidad rural es algo mucho más indefinido y escurridizo, pues delimitar comunidades políticas entre grupos de población rural no es tan fácil como pudiera parecer a primera vista (Agrawal & Gibson 1999). Y en un contexto regional que ha vivido tantos desplazamientos de población forzados a lo largo de tanto tiempo, ya sea por causa del apartheid o de la guerra que destruyó Mozambique, todavía es más complicado. Por consiguiente, las comunidades y los individuos que las componen pueden ser emprendedores, no tienen ninguna incapacidad para ello, pero siempre a partir de unos objetivos claros, de una acción cohesionada y de un aprendizaje previo del contexto donde se produce el mercado. La experiencia nos dice que encontrar todos estos requisitos simultáneamente no es muy frecuente.

Por lo tanto, con el impulso de la PPF se introdujeron modificaciones notables en el discurso promocional de las políticas de conservación de la  naturaleza, y esta modificaciones, en general, generaron el efecto deseado: alentaron las esperanzas de cambio, y expectativas de mejora  en colectivos  muy diferentes, desde ONG a inversores pasando por miembros de las propias comunidades rurales. Sin embargo,  en el fondo, la estructura básica del modelo de conservación de la naturaleza continuaba siendo la misma: un núcleo y varios electrones girando a su alrededor.

A pesar de que la apuesta por lo transfronterizo rompía con las convenciones estatales, la  PPF era consciente de que cualquier acuerdo internacional es firmado y garantizado por los estados. A pesar de que el discurso transfronterizo hacía guiños a la corriente del bioregionalismo, de tendencias anticapitalistas y muy influyente en las redes sociales (Wolmer 2003), al final quien iba a decidir qué era y qué  no era una TFCA serían los ministros competentes de los países involucrados. Por consiguiente, más allá del discurso promocional, lo importante era lo que se decidiera en las negociaciones a puerta cerrada entre Suráfrica y sus vecinos.  (Van Ameron 2002, Duffy 2006, Lunstrum 2013).

El arte de rizar el  rizo: de TFCA a Parque Nacional Transfronterizo.

Una vez que la PPF hubo ganado la batalla del discurso a nivel global, con la inestimable ayuda de Mandela3, imponerse en las negociaciones entre gobiernos estaba más cerca.

De hecho, más allá de encontrar un discurso renovado que atrayera a más turistas e inversores a la nueva Surafrica, lo que realmente necesitava el KNP, técnicamente hablando, no era tanto más electrones girando a su alrededor, sino un núcleo más grande. Es decir, más tierra. Desde su fundación, el KNP se había ido ampliando siempre hacia el norte, pues el este estaba cerrado por  la frontera con Mozambique.  Estas sucesivas ampliaciones eran fruto del éxito económico del modelo de conservación de la naturaleza surafricano, a costa de la población que allí vivía. A finales de los años sesenta ya se había llegado a la frontera norte con Zimbabue (entonces todavía Rhodesia).  A pesar de ser unas fronteras extremamente fluidas para las personas (Rodgers 2008, 2009; Lubkemann 2009), una frontera internacional tiene, desde el punto de vista de los negocios que se quieren legales, implicaciones serias. Sin embargo, quizás el nuevo furor transfronterizo de la década de los 90, abriese la puerta a una nueva ampliación del KNP. De hecho, si había acuerdo para crear una gran área de conservación transfronteriza, tan sólo se trataba de llevar los argumentos un poco más lejos: plantear directamente un gran Parque Nacional Transfronterizo, que vería la luz a partir del gran núcleo-fortaleza ya existente: el KNP.

De entrada, la propuesta surafricana no cayó bien ni en Mozambique ni en Zimbabue. En los dos casos  las reticencias tenían que ver tanto con las poblaciones rurales, como con la política de tierras que cada uno de estos dos países estaba llevando a cabo.

En Zimbabue desde los años 80 se había iniciado una política intensiva de gestión comunitaria de de los recursos naturales  (Murombedzi 1994; Wolmer 2003). Y hacia finales de los noventa –justo en el momento en que decorrían las negociaciones entre Suráfrica, Mozambique y Zimbabue para llegar a acuerdos de conservación ambiental transfronteriza–, se estaba gestando una política de ocupaciones de tierras, ya fuera de haciendas privadas, ya fuera de zonas protegidas. Así las cosas, no estaba en la agenda inmediata de Zimbabue crear nuevos parques nacionales.

En el caso de Mozambique, tras el acuerdo de paz de 1992, el Gobierno estaba empeñado en el regreso del mayor número posible de refugiados mozambiqueños, muchos de ellos más o menos instalados en Suráfrica después de años de guerra. En este contexto, el territorrio adyacente al KNP, que se había vaciado durante la guerra (1978-1992) por ser especialmente inseguro, se estaba repoblando poco a poco. Ese era precisamente el territorio que, en caso de atender a la propuesta surafricana de crear un Parque Nacional Transfronterizo, habría que reconsiderar de nuevo (Milgroom & Spierenburg 2008; Schmidt-Soltau & Brockington  2007).

Por razones diversas en las que no me detendré (Lunstrum 2013), finalmente el Gobierno mozambiqueño, a diferencia del de Zimbabue, acabó aceptando el pacto que le ofrecían los surafricanos. Así, a mediados de 2001, el Gobierno mozambiqueño creó, de la noche a la mañana,  un Parque Nacional colindante con el KNP, al que bautizó como Parque Nacional del Limpopo (PNL). Juntos, el KNP y el PNL formarían el Great Limpopo Transfrontier Park (GLTP). De común acuerdo entre ambos países, el GLTP estaría gestionado por la PPF, bajo la supervisión de la agencia estatal surafricana de parques nacionales (SANPARKS) (Mabunda et al. 2012). En esencia, el acuerdo consistió en que Mozambique ponía más tierra y Suráfrica aportaba la experiencia y los animales, que transitarían libremente hacia el lado mozambiqueño (Milgroom & Spierenburg 2008). La financiación internacional, de la que Mozambique se iba a llevar un pedazo, también eran fruto del trabajo surafricano, con especial relevancia para la PPF. Los turistas, una vez dentro del GLTP, podrían transitar libremente por ambos lados de la frontera, independientemente de por qué lado hubieran entrado.

El acuerdo parecía beneficiar a ambos estados, pero había un problema espinoso: los mozambiqueños que, desde el fin de la guerra, habían recomenzado su vida en sus tierras y que, sin previo aviso, ahora se encontraban  dentro de un nuevo Parque Nacional. Estas personas, al estar viviendo dentro de un Parque Nacional –el núcleo–, ya no podían recibir derechos comunitarios sobre la tierra. O, planteado de otra forma, sólo los podían tener si renunciaban a su tierra para pasar a residir fuera del Parque Nacional. Pero las personas afectadas pensaban, por lo que habían oído decir sobre la participación comunitaria, que ellas tendrían que haber sido consultadas con antelación. En cambio, ahora se veían obligadas a reaccionar ante hechos consumados por su propio Gobierno.

Se puede crear un Parque Nacional de un plumazo, en pocos días, pero renunciar a unas tierras a las que se está unido por diferentes motivos –no todos de orden estrictamente económica (Rodgers 2009, Borges 2011) –, y a las que sólo se ha podido regresar recientemente tras haber tenido que pasar por la condición de  refugiado, parece bastante más complicado. Sin embargo, la decisión de crea un Parque Nacional dejaba a aproximadamente 27.000 personas sin muchas más opcciones que resignarse a salir de allí, antes o después (Milgroom & Spierenburg 2008; Schmidt-Soltau & Brockington  2007).

Según los resultados de una investigación reciente realizada por Julie A. Silva y Lia K. Khatiwada (2014), la insatisfacción entre la población de Mozambique residiendo cerca del Parque Nacional del Limpopo es elevada. Y más significativo todavía es que la insatisfacción es compartida incluso por aquellos –pocos– mozambiqueños que han conseguido beneficiarse económicamente de los efectos del turismo que llega al GLTP.

Así, tras aproximadamente una década generando expectativas de que la conservación de la naturaleza podía contribuir al desarrollo regional del África austral, y de que las comunidades serían integradas y escuchadas en lo que respectaba a la gestión  de sus recursos naturales, y de que la integración económica iba a ser positiva para todos, al final de todo este denso entramado de esperanzas: ¿qué resultados hay? Desde  la perspectiva de la familia mozambiqueña rural residente en las proximidades de la frontera surafricana hay una triste constatación: ahora ellos también están perdiendo su tierra a favor del KNP, y de sus nuevos tentáculos transfronterizos. Si bien es cierto que la están perdiendo de una forma menos brutal que sus paisanos surafricanos unas décadas atrás, casi nadie tuvo la sensación que existiera la posibilidad real de escoger entre quedarse y marcharse. Incluso aquellos que reconocen haber mejorado sus condiciones de vida gracias al turismo, dicen sentirse insatisfechos, a pesar de tener un poco más ingresos. Por otro lado, todos saben que los grandes beneficios se los continuarán quedando los de siempre.

Notas finales: ¿camino a la hecatombe4?

La PPF  consiguió mantener y ampliar un modelo de uso de la tierra a base de generar expectativas de mejora generalizadas, que no se están consiguiendo cumplir. Los gobiernos de Suráfrica y Mozambique han decidido apoyar un modelo de uso de la tierra anclado en el pasado, a costa de aumentar tanto la sensación de abandono de la mayoría de la población rural, como la desconfianza del conjunto de la población con las instituciones que dicen representarlas.

El error estratégico de continuar extendiendo un uso de la tierra que margina a la gran mayoría de la población (Spierinburg, Steenkamp & Wels 2008), puede tener consecuencias para mantener el éxito en la conservación de las especies protegidas. La caza furtiva ha ido en aumento durante la última década (Rademeyer 2012), lo que, por una parte, está indudablemente relacionado con la demanda creciente en varios paises asiáticos de productos como el marfil, o el cuerno de rinoceronte. Las instituciones del Estado intentan parar este comercio ilegal, pero  con un  nivel de credibilidad tan bajo como el que ostentan, lo tienen difícil para convencer a la población.

Además, conociendo el nivel de insatisfacción existente en las  zonas rurales, puede que la caza furtiva esté alimentada por un estímulo añadido al precio que se paga el marfil, o el cuerno de rinoceronte, en el mercado negro. Existen indicios, por ejemplo, de que el aumento de la caza furtiva dentro de los parques está estrechamente vinculada con la insatisfación de la población ante sus gobernantes (Farré, pendiente de publicación). Quizá a alguien se le haya ocurrrido pensar que una vez la tierra esté vacía de animales, la posibilidad de una redistribución de tierras estará más cerca. Si fuera el caso que alguien estuviera pensando así, la pregunta pertinente sería: ¿qué argumentos nos quedan para convencerle de que está equivocado?

Notas

1 Para una reflexión interesante sobre la ecología desde la perspectiva de la historia africana, ver Ngoenha (1993).

2 Declaración sobre parrticipacíón popular y desarrollo sostenible.

3 "I know of no political movement, no philosophy, no ideology, which does not agree with the peace parks concept as we see it going into fruition today. It is a concept that can be embraced by all". [Nelson Mandela, apud Wolmer 2003]  Discurso pronunciado por Mandela el 12 de octubre de 2001, durante la primera transferencia de elefantes del KNP a Mozambique.

4 Palabra de origen griego relacionada con el sacrificio de cien bueyes.

Referencias

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